Hay nombres que no caben en la historia porque habitan en el alma. Federico García Lorca es uno de ellos.
Un 18 de agosto de 1936 lo intentaron arrancar de la vida, pero no pudieron arrancarlo de la eternidad.
Lorca no fue solo poeta: fue claroscuro, raíz y estrella, carne de pueblo y voz del universo. En él la palabra ardía, se desbordaba como río secreto y, al mismo tiempo, se recogía en la intimidad del susurro. Leerlo es entrar en un templo sin muros, donde cada verso se convierte en piedra viva y cada imagen en luz que nos guía.
Su poesía nos recuerda que la belleza no es adorno: es resistencia. Que el arte no es evasión: es testimonio. Que la sensibilidad no es fragilidad: es fuerza capaz de sostener la dignidad humana en los momentos más oscuros.
En la Masonería hablamos de la Luz, de la búsqueda incesante de lo verdadero. Lorca, con sus metáforas de luna y de sangre, con su música hecha palabra, nos enseña que la Luz no se mendiga: se enciende dentro de nosotros. Y que ningún disparo, ningún silencio impuesto, puede apagarla.
Siempre he sentido a Lorca como uno de mis poetas más cercanos. Quizá porque en él encuentro la misma esperanza que buscamos en cada trabajo interior: la certeza de que la vida —con sus heridas, sus dudas y sus sombras— es siempre más grande cuando la atraviesa el canto.
Escribió: “El más terrible de los sentimientos es el sentimiento de tener la esperanza perdida.”
Y yo creo que Lorca, incluso en el umbral de la muerte, jamás perdió la esperanza. Porque su palabra, su arte, su legado, siguen hoy respirando entre nosotros.
Recordarlo es un acto de fraternidad con quienes creen todavía en la belleza, en la justicia y en la libertad.
Recordarlo es una forma de decir que la poesía nunca muere.
Que la Luz —como la esperanza— no se apaga.